jueves, agosto 20

Recuerdo muy bien. En la esquina de Corrientes y Esmeralda era que
estaba aquel tipo. La muchedumbre circulaba a ese ritmo tan
típicamente citadino, como por olas, como impulsada por un corazón que
late, que late escondido en algún recóndito subsuelo de la ciudad.
Quizás sea el mismo corazón que impulsa con regularidad los subtes,
uno cada 5 minutos, los semáforos, verde, amarillo, rojo, verde, y
esos carteles de neón de las farmacias que repiten el mismo patrón una
y otra vez ad infinitum. Ejecutivos, colegialas, obreros, gente de
ocupación indiscernible, avanzaban, lo evitaban, lo rodeaban y lo
dejaban detrás sin prestarle atención. Como si fuera una piedra en el
cauce de un arroyo, un coágulo en una arteria. Fue antes del mediodía
cuando noté por primera vez que estaba ahí, con los pies inmóviles.
Quién sabe hace cuanto tiempo que estaba así. Bien podría haber sido
parte del mobiliario urbano, instalado oficiosamente ahí por unos
operarios de overol azul, los pies enterrados en el concreto desde
hace años, alimentado por alguna sonda invisible, como un cable de
electricidad alimenta a un poste de luz. Es extraño que la razón por
la que se destacaba, o al menos por la que se destacaba para mi, era
que permaneciera quieto. Por lo demás, el tipo no tenía nada de
especial, de mediana edad, ni alto ni gordo, ni flaco ni bajo, vestía
un sobrio pantalón negro, camisa blanca, sin sombrero, sin corbata.
Perdí pronto el interés, me acostumbré a verlo y dejé de notarlo.
Luego del almuerzo tuve que esforzarme para distinguirlo entre la
gente, tuve que ¨querer¨ verlo. Tanto uno se acostumbra a la vista de
algo que siempre está en el mismo lugar como a los sonidos de fondo,
como a esos olores persistentes que nos envuelven. Gracias a la
naturaleza que nos dotó con esa capacidad de ingorar lo habitual.
Desdichadas las personas que tienen la deficiencia de no poder
hacerlo, condenadas a escuchar, a oler, a ver lo que está ahí todo el
tiempo, el sonido de un taladro, la publicidad en la televisión, la
mugre, olores de origen indefinido. Esas personas terminan por
volverse locas, abrumadas por la acumulación de estímulos que no son
capaces de asimilar. Dejé la oficina entre reflexiones, pensando qué
cenaría, si pasaría a comprar pan o si recalentaría los restos del de
ayer, qué haría ese fin de semana, si llamaría a Laura esa noche o no.
Debí forzosamente pasar por delante del tipo sin verlo, si aún estaba
allí. El hecho es que a la mañana siguiente sí estaba en el mismo
lugar. Lo recuerdo porque ese día llegué particularmente temprano y la
gente aún no invadía la calle. Era aún posible, por simple
enumeración, detenerse a ver por la ventana de la oficina todas y cada
una de las personas que pasaban por la esquina de Corrientes y
Esmeralda en ese momento, si uno hubiese tenido la paciencia de
hacerlo. ¿Habría pasado la noche parado ahí? Imposible saberlo. Tal vez
podría preguntárselo yo mismo, preguntarle por qué razón permanecía
ahí, si era que esperaba a alguien o algo, si era ese su trabajo. Lo
haría, decidí que le preguntaría, si cuando saliese todavía continuaba
ahí. Pero lo olvidé, esa noche salí apurado porque el tiempo se me
había pasado y llegaba tarde a mi cita con Laura, una vez más pasé a
centímetros del hombre sin darme cuenta. Me odié por eso, porque era
viernes y no tendría una nueva oportunidad de develar el misterio
hasta el lunes. Pero ¿qué clase de loco pasaría el fin de semana parado
en una esquina? Se iría para siempre y nunca sabría por qué razón
había estado todo ese tiempo en ese lugar. Pensé en ir a verle el
sábado, tal vez si me despertaba antes que Laura, podría escabullirme
entre las sábanas y escapar, tomar el subte hasta la oficina y hacerle
la pregunta de una vez por todas. Luego volver a casa de Laura,
meterme en la cama y hacer como si nada hubiese pasado. Pero esa noche
dormí profundamente, Laura me despertó con el desayuno en la cama. La
odié y lo disimulé lo mejor que pude. El lunes siguiente estaba
decidido, pasaría por la esquina del tipo aunque no tuviese que
hacerlo realmente, me desviaría las dos cuadras solamente para
terminar con esta historia. Cuando llegué al lugar el tipo ya no
estaba. En su lugar, dos operarios vestidos con riguroso overol azul
colocaban un parquímeto. El parquímetro reemplazaría al hombre, lo
relevaría de su puesto, fuese el que fuese. Me imaginé al hombre,
tieso, entre escombros en algún depósito municipal, el cuerpo frío,
sin ya razón de ser.

S.

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