domingo, mayo 10

Chiquito

- Por favor, decile a Chiquito, cuando llegue, que me de una mano en el taller.
- Le digo.
Siempre respondía educadamente, aunque apenas me quedaba sólo hacía cualquier cosa. Parecía que jugar a los videojuegos era algo normal, los viejos se lavaban las manos, y los pendejos, embobados. Pero lo normal al quedarse solo era preparar venenos para matar alimañas, tirarle engrudo a la ropa colgada de la vecina, enterrar en el jardín cosas de los viejos. Peor cuando llegaba Chiquito. Tenía más experiencia y menos miedo. “¿Querés enterrar algo?” Y el loco enterraba bombas de estruendo. “¿Le tiramos algo a la vecina?” Y le tiraban bombas molotov. Chiquito iba y venía. Siempre parecía atento, centrado, nunca triste.
Entró Chiquito esa tarde y le llegó la noticia del taller. No tenía ganas. Raro. Estaba un poco cabizbajo.
- Tomá un poco de jugo, Chiquito.
- Gracias- dijo, y se le cayó. Se le cayó el vaso a Chiquito. Fue como si se cayera un ídolo. Chiquito, con la mano agarrando el aire. Miraba el suelo. Yo, fijo a su cara. Se dio vuelta. “Vení”. Agarró una campera y enfiló hacia la puerta. Obviamente lo seguí. Fuimos en la moto a todo lo que daba por la pavimentada. Chiquito se pasaba el brazo por la cara.
Paramos en la estación de tren. Chiquito no hablaba. Yo pensaba en que algo divertido iba a pasar. Llegó un tren. Chiquito se metió de un salto entre dos vagones y trepó al techo. Era el atardecer. Yo lo miraba queriendo sonreir. El tren empezó su marcha lentamente y yo me paré. Chiquito empezó a correr sobre el techo. “¿Qué hacés, Chiquito?” Corrió, corrió, y desapareció. Lo último que ví fue un salto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario