domingo, mayo 10

La parejita

El no sabía que a ella le gustaban los abrazos. Ella no sabía que él necesitaba soledad de vez en cuando.
Se conocieron en verano. Se corría la voz sobre una fiesta. En un pueblo corre rápido la voz y la sensación de que iba a ser un momento único era patente. No como Fin de año o Navidad. Fiesta en serio. La primera vez lo escuché de boca de Aydeé. “Nenas, tienen que estar hermosas, relucientes”. Dijo “relucientes”. Las pudientes se iban a comprar vestidos a la ciudad, las madres competían con las hijas, la locura era generalizada. Después mi viejo me dijo que iba a venir gente de varios lugares. Ahí escuché lo de “momento único”. Lo veía preparando papeles, practicando discursos. No se compró ropa pero se la probaba varias veces al día y se miraba al espejo. Parecía que todos sintieran internamente algo importante. Me acuerdo que quedé pagando una vez que nos juntamos con los compañeros de la primaria y salió el tema. Las pendejas que hablaban de la ropa y parecían ratitas enjauladas, y los flacos, tan calientes con la posibilidad de ver minas nuevas en el pueblo, por poco no se hacían la paja delante de todos.
La locura duró tres semanas. Yo salía a la calle, caminaba tranquilo, como siempre, miraba algún que otro árbol de la calle principal, orgulloso de mí, de estar ajeno a todo esto, y veía un auto que pasaba como una bala, a unas pibas que corrían con paquetes de acá para allá, a los nenitos ya empilchados mirándose en el reflejo de las ventanas de algún negocio, a los viejos sacándole brillo a los bastones, y confieso que me irritaba. La ignorancia me irritaba, aunque, no sé por qué, nunca pregunté el motivo de tanto desquicio. Nunca oí los motivos de la fiesta, sólo se decía que era “importante”.
Sin mucha ansiedad de mi parte, llegó el día. Salí bien temprano y fui hasta el río. Me acordé de las Invasiones Inglesas. ¡Barcos y barcos y barcos flotaban por ahí que pensé que se iba a inundar todo! Me asusté y fui hasta la ruta. Por allí tengo una casita en un árbol. La ruta era peor que el río. Decenas de camiones al costado, parados, más los que seguían llegando. Empecé a acostumbrarme. Podía ser divertido.
Ya cerca de las nueve de la noche me acerqué al galpón. Iba con remera y bermudas pero a nadie le importó. Más allá de la locura había bondad en la gente. Entonces me acordé que yo pensaba que en la vida de una persona siempre llega un momento clave, como una bisagra, que cambia todo, y que quizás este era el momento.
Me senté enfrente. No quise entrar en ese galpón hasta que se calmara un poco todo. Había una cola que daba casi la vuelta a la manzana. Por un lado de la calle veo venir a un pibe, alto, bien vestido, sobrio. Oigo a alguien que lo llama y él sigue caminando, el cuello bien alto. Me gustó esa actitud. También vi a una chica. Ella viene desde el otro lado. Camina muy decidida. No los conozco. Se miran. Tan decididos venían que sin hablar entran juntos. Los seguí.
Nunca vi a una pareja mirarse tanto a los ojos. Esa mirada apagaba todo la música asquerosa que sonaba. A ella le gustaba bailar. Lo abrazaba y él levantaba los brazos. No los vi hablar. El se alejaba un poco y ella, con precaución, lo seguía. Entonces él la miraba como pidiéndole que comprendiera algo. Ella lo abrazaba. Le tomaba los brazos y él los dejaba caer.
Caminé solo durante un rato. Miraba la gente, todos tenían los ojos grandes, estaban bien despiertos, atentos. No vi a nadie conocido. Creí que nadie del pueblo estaba dentro y que era una fiesta de forasteros. Me sentí fuera de lugar. Hasta que encontré a la parejita. Se besaban. Sólo tocaban sus bocas. Parecía haber un acuerdo tácito sobre no entrar en contacto con ninguna otra parte del cuerpo. Era hermoso. Un gran amor, pensé. Qué buen beso. Se separan. Ella espera un abrazo. El, que ella lo deje.

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